Tuesday, December 21, 2010

Se habla español


¿Qué idioma es ése que suena tan bonito?

El sonido cadencioso del español es algo que solo notamos cuando en el extranjero –sobre todo en Europa oriental- las personas se detienen para escucharnos hablar.

Me ocurrió en Praga, cuando me alojé en la residencia de estudiantes de la Universidad de Lenguas Extranjeras. Apenas crucé el umbral de la puerta, la encargada de la recepción dijo en voz alta: “¡Buenos días, señor!”

Enseguida me preguntó mi nombre, de qué país venía y cuál era el motivo de mi viaje. Ella hablaba muy fuerte y yo le respondía de igual forma para que llene correctamente mis datos en el formulario de alojamiento.

Pero ella no hablaba en voz alta porque tenía problemas de audición, sino porque quería que los estudiantes que entraban y salían por allí escucharan nuestra conversación.

Cuando se le acabaron las preguntas del formulario, la señora Elizabeth me preguntó sobre el clima, la comida y las costumbres de Sudamérica y España. ¿Verdad que los latinos son ardientes?, dijo con ojitos pícaros.

Entonces descubrí que a nuestro alrededor había una docena de estudiantes escuchando atentamente las atrevidas preguntas de la recepcionista y, claro, también mis ingenuas respuestas.

Fue un momento embarazoso. Todos nos miraban con reverencia, sin decir nada. Hubo un largo silencio, hasta que una jovencita, de unos veinte años, no aguantó la curiosidad y lanzó la pregunta que hasta hoy recuerdo:

¿Qué idioma es ése que suena tan bonito?

El periodista español Javier Reverte, en su crónica de viaje por Grecia y Turquía, cuenta una anécdota similar. Dice que en una isla griega conoció a un tabernero que tenía una particularísima clasificación de los idiomas.

“Cada idioma está hecho para algo. El inglés, para los negocios. A cup of tea, preguntan siempre antes de sentarse a discutir. El alemán es un idioma de guerra, parece que caen divisiones enteras sobre ti cuando les escuchas”.

“Los franceses han creado su lengua para el amor, y ¡ay de aquella mujer que abre sus oídos delante de un francés!, porque al momento tendrá que abrir las piernas”.

“Si quieres hablar de filosofía, aquí está nuestra lengua griega, y no hay otra. Los italianos han creado su idioma para cantar a toda hora, y logran mujeres por el canto, que es la mejor manera de enamorar”.

“Pero cuando un español habla ..., ¡ah, España!, cuando ustedes los españoles hablan, oímos a los ángeles cantar. Su lengua está creada para conversar con Dios. Toda mujer que conoce a un español aspira al matrimonio”.

¿Qué idioma es ése que suena tan bonito? –preguntó la jovencita, rompiendo el silencio de los estudiantes.

--Es español. El señor es de Perú, de América del Sur—respondió la recepcionista muy orgullosa.

Los jóvenes que nos rodeaban estudiaban lenguas extranjeras y de algún modo estaban familiarizados con diversos idiomas, pero jamás habían escuchado un sonido “tan bonito”. Así que nos pidieron que sigamos conversando en voz alta.

La jovencita de veinte años era la más entusiasmada con mi forma de hablar. Hacía preguntas en idioma checo que doña Elizabeth traducía. Conversamos – con traductora de por medio-- casi media hora entre risas y bromas hasta que la recepcionista entendió que debía dejarnos solos.

Aquella noche di mi primera clase de español. Durante dos horas le enseñé a la pequeña Rita algunas palabras del idioma castellano. Y ella abrió para mí las puertas de su tierna sabiduría.


Praga- Lima, Junio del 2001.

Thursday, October 21, 2010

En la ruta del vino Tokai


Luego de unos días en Budapest, la capital de Hungría, decidí conocer Tokai, una región que goza de fama internacional, pues desde tiempos del Imperio Romano allí se elabora el famoso "rey de los vinos". Tomé un bus hacia la ciudad de Éger y allí abordé un tren que me llevaría hacia Tokai, muy cerca de la frontera con Ucrania. Mis amigos me advirtieron que debería estar muy atento en los cambios de estación, porque de lo contrario podría terminar en Macedonia o Rumania, como a ellos les sucedió. Con estas recomendaciones, abordé el tren e inmediatamente me dirigí al controlador para pedirle que me avise en cada trasbordo.

Un anciano que me había escuchado se me acercó y amablemente dibujó en un papel las estaciones y las horas de parada. En total, eran seis cambios de tren en ciudades de nombres impronunciables. La mayoría de pasajeros eran campesinos: hombres con trajes oscuros y mujeres con pañuelos en las cabezas. El anciano les comentaba muy entusiasmado que yo era extranjero y que iba a Tokai a comprar vino. Todos miraban mi cámara fotográfica y trataban de leer mi polo que decía Perú. Al bajar en la primera estación, compré cigarros y el anciano me siguió. Intentaba conversar, pero era imposible. Yo no entendía ni una palabra de húngaro y él no comprendía inglés, menos aun español. Le ofrecí un café, pero mi "guia" prefirió una copa de cognac. Tomó el licor de un solo sorbo y exclamó de satisfacción.

A la hora exacta llegó el segundo tren y subimos. Nuevamente el viejo se sentó a mi lado, pero esta vez entramos al vagón de fumadores. Allí encontramos a un grupo de rock que iba a Ucrania. Todos vestían casacas de cuero con espuelas y viajaban echados con las piernas en alto. Al vernos ni se inmutaron y continuaron fumando y rasgando sus guitarras. El humo era insoportable así que decidimos cambiar de vagón. Luego de dos horas llegamos a la segunda estación y esta vez compré una coca cola. El anciano me siguió y le ofrecí cigarros. Nuevamente dijo que prefería una copa de cognac. Entonces reparé que el viejo tenía una inclinación muy marcada por el licor. Y si esto continuaba, debía comprarle cuatro copas más de cognac hasta llegar a Tokai. Pero el gasto bien valía la pena, porque el anciano era muy atento y me estaba avisando dónde bajar y cuándo subir. Algo que los controladores no hacían, por falta de paciencia o desidia. Así, después de invitar la sexta copa de cognac llegué a Tokai. Pasé la tarde visitando bodegas y probando los más deliciosos vinos.

Al caer la tarde, luego de un descanso reconfortante a orillas del rio Tisza, volví a la estación del tren. Pero las pequeñas calles de la ciudad me jugaron una mala pasada y no recordaba el camino de regreso. O quizás fue el vino, no lo sé. Pregunté a unos señores y ellos movían la cabeza resignados. No me entendían. Avancé hacia un taller de mecánica y los obreros se reían tratando de entenderme. Faltaban diez minutos para la llegada del tren y yo estaba perdido sin encontrar la estación. Pregunté a varios transeúntes y nada. Si el tren me dejaba debía esperar hasta el día siguiente. Entonces encontré en la puerta de su casa a un señor con apariencia de ser médico o ingeniero, así que pensé que podía saber inglés. Pero tampoco entendía. Yo le decía train station, railway, tren y él se encogia de hombros sin comprenderme. Hizo el ademán de manejar un autobús y yo le repetia: No, bus no; train, railway. Faltaban cinco minutos y conociendo la puntualidad ferroviaria de Europa lo más seguro era que el tren me dejara.
Entonces jugué mi última carta. Le dije con ademanes: "No, bus no... chucu-chucu-chucu, pupú". Sólo así me entendió y pude llegar a tiempo para abordar el tren de regreso.


Lima, 16 de abril de 2002


Foto: Brindis con vino húngaro en Mayoralmas.

Thursday, October 07, 2010

Los sesenta de Mario

Por Winston Orrillo

Acaba de cumplirlos. Totalmente rozagante, y dedicado a la que es –ya no cabe ninguna duda- su pasión excluyente: la escritura.

Podemos afirmar que Mario Vargas Llosa encarna el conocido sueño de Mallarmé de que la vida quepa en un libro, de que lo que uno vive sólo tiene sentido, sólo cobra valor, porque está destinado a entrar a las páginas de un volumen.

Vocación tan impertérrita no se había dado jamás en la literatura nacional, y solo hay unos cuantos ejemplos de ella en el panorama ecuménico de las letras.

Si revisamos las principales obras de Mario –desde La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral, La tía Julia y el escribidor hasta El pez en el agua- veremos que, en unas más, en otras menos, la presencia del autor nimba la obra, o, en otros casos, definitivamente, la protagoniza.

Vivir para escribir; que todo lo que a uno le acaece sea para integrar una obra: tal es el desideratum de nuestro autor, quien, por otro lado, no se ha negado nunca a vivir hasta las heces, lo que llamaría Jaspers las situaciones límites, pero todo con el propósito precitado.

Dueño de una inteligencia esclarecida y de una sensibilidad ciertamente privilegiada, de Mario, sin embargo, algunos rescatamos, en especial, esa capacidad ascética, cenobita, para el trabajo intelectual, para la entrega incondicional a la realización de una obra que no cesa de cosecharle elogios y no pocas críticas encontradas, porque si algo caracteriza a nuestro autor es, precisamente, su condición polémica.

Nada de lo que él dice o escribe nos puede dejar indiferentes. Es especialista en provocar nuestras adhesiones más encendidas o nuestros denuestos más selectos.

Poseedor de grandes preseas, también tiene en su alforja de caminante errores y equívocos que el generoso viento de la historia se encargará de esclarecer.

Es nuestro autor más reconocido internacionalmente (en vida: puesto que post mortem allí están Vallejo y Mariátegui que, en sus respectivos centenarios, han concitado avalanchas de congresos y simposios).

No nos cabe la menor duda que será nuestro primer Premio Nóbel de Literatura, galardón que habrá de ganarlo por el ímprobo esfuerzo de construir una obra narrativa, sin reticencias, paradigmática.

El Comercio, julio de 1996.

Saturday, September 18, 2010

Oscar Cuya en el recuerdo


Recién hoy, leyendo la página web de La República, me entero que ha fallecido Oscar Cuya, uno de los últimos periodistas de la "vieja guardia".

Cuando “Lolo” Pérez, Richard Centeno y yo llegamos a ese diario, a inicios de los 90, Cuya era el jefe de redacción que llegaba por las tardes y armaba las contundentes portadas del día siguiente. No era muy simpático, pero todos reconocían su gran habilidad para escribir los titulares. El charapa Jorge Egoávil decía que Cuya era un "genio del periodismo".

Los tres muchachitos sanmarquinos llegamos a La República en una etapa de transición política y tecnológica. Política porque finalizaba el primer gobierno de Alan García, y tecnológica porque había llegado un experto japonés-brasileño para implementar el uso de la computadora en todas las áreas.

Mientras duró el proceso de transferencia tecnológica todos continuamos escribiendo nuestras notas en las pesadas máquinas de escribir. De dos a cinco de la tarde, la sala de redacción se convertía entonces en una usina bulliciosa por el continuo traquetear de las teclas. Así, en medio del ruido, veíamos llegar Oscar Cuya, con su andar lento, directo a la mesa de edición.

A diferencia del director, Alejandro Sakuda, que se paseaba por las diferentes secciones para chequear el avance de las notas, y del jefe de redacción Miguel Mantilla que gritaba amablemente para solicitar cualquier cosa, Cuya era un tipo callado, especialmente con los nuevos periodistas.

A las seis de la tarde salíamos del diario directo a la universidad, pero en la mesa de edición se quedaban hasta el amanecer los editores responsables de armar las páginas de cada sección. La portada, nos decían, era obra de Cuya. Él era el encargado de escoger la frase, ingeniosa o contundente, que aparecería al día siguiente en todos los quioscos.

Un domingo llegué muy temprano al diario –venía de boleto—y vi la mesa de edición llena de papeles, abundantes colillas y tazas de café vacías. No había nadie así que ingresé. Entonces descubrí maravillado cómo se armaba cada página del diario. Y en un rincón encontré pequeñas hojitas recortadas en las que Cuya, efectivamente, iba ensayando la portada del día siguiente.

Recogí algunas hojitas del suelo, las junté con otras que estaban sobre el escritorio de Cuya y entonces comprobé con reverente admiración que ese señor bajito y gordito ensayaba una y otra vez para hallar el titular preciso. El proceso para armar una portada impactante, aun en los días en que no había noticias, estaba en esos papelitos.

Desde entonces, cada vez que podía llegaba muy temprano al diario para apropiarme de esas hojitas que contenían el estilo de trabajo del que fue, en mi opinión, el mejor titulador periodístico de nuestro medio. Luego llegaron las computadoras y Cuya dejó de utilizar esos papelitos.

Sinceramente, lamento mucho esta pérdida. Creo que el diario La República no será el mismo sin los titulares de Oscar Cuya.

Adiós, maestro.

Lima, 22 de mayo de 2007.

Thursday, September 02, 2010

Bricheras en Lima


El viernes tomaba unas cervezas con Thomas, un amigo austriaco estudioso de la música andina, que había vuelto de Cusco y Puno cargado de verdaderas joyas discográficas. El gringo estaba muy feliz con los hallazgos que había realizado y me contaba muy emocionado su encuentro con la cantante de Condemayta de Acomayo. En esa estábamos, cuando una brichera interrumpió nuestra charla.

– ¿Puedo sentarme?– dijo ella muy coqueta. Thomas y yo nos sorprendimos por esta inesperada llegada y no supimos qué responder. ¿Qué podíamos hacer? Ella aprovechó nuestra indecisión y rápidamente se sentó en nuestra mesa con toda confianza.

–Me llamo Pilar, ¿y tú?– le preguntó directamente a mi amigo. Era una mujer bajita, de unos cuarenta años, con aspecto de vedette retirada.
–Me llamo Thomas, pero me dicen Tommy– respondió él con cortesía.
– ¿Y de dónde eres?– insistió ella.
–De Austria– contestó él.
– ¡Ah, de Austria! ¡Yo tengo muchos amigos austriacos! – suspiró con alegría.

El inicio fue muy auspicioso para la brichera. Su atrevimiento le había dado resultado y no estaba dispuesta a soltar su presa ahora que la tenía tan cerca. Así que volteó hacia mí y me pidió que le invite un vaso de cerveza.
– ¿Puedes servirme, por favor? – me dijo con voz de súplica.
–Claro, cómo no – le respondí llenando su vaso.

Pilar se llevó el vaso a la boca y empezó a saborear la cerveza con la lengua. Sus gestos eran descaradamente provocadores. Thomas la miraba con curiosidad y solo sonreía compasivamente. Luego ella sacó un viejísimo cuaderno y le pidió a mi amigo que le enseñe un poco del idioma alemán.

¿Como se dice novio en alemán? ¿Cómo se dice te amo? ¿Cómo se dice me gustan tus labios? ¿Cómo se dice quiero hacer el amor contigo? Estas eran las preguntas que Pilar escribía o fingía escribir en su viejo cuaderno, y que Thomas respondía con extraordinaria paciencia. Yo, por mi parte, guardaba silencio, intrigado por saber hasta dónde llegaría esta brichera capitalina.

Eran casi las seis de la tarde y Lima empezaba a oscurecer. En el pequeño bar frente a la Estación de Desamparados solo quedábamos Thomas, la brichera y yo, con las botellas vacías. Pilar hablaba sin parar de los más diversos temas, pero el austriaco y yo no teníamos interés de seguir escuchándola. Ella notó nuestro aburrimiento y entonces jugó su última carta.

–Yo hago bailes privados – nos confesó en voz baja.
– ¿Qué tipo de bailes? – preguntó Thomas.
– Bailes exóticos, con lentejuelas y también desnuda –dijo provocadora.
– ¿Y dónde aprendiste a bailar? – inquirió él.
–En un circo – respondió ella, y sacó de su maleta un álbum con fotos antiguas, donde se le veía en brillosos trajes al lado de acróbatas y equilibristas.

–También soy entrenadora de animales – nos reveló con voz cómplice.
– ¡No, no te creo! – exclamó Thomas en su español bien aprendido.
–Sí, justo aquí tengo a mis bebés – respondió ella y sacó de su maleta una pequeña ave de bello plumaje anaranjado. Luego sacó un pequeño armadillo. Finalmente nos mostró un roedor de fino pelaje, adormecido, o mejor dicho dopado. ¡Esa loca tenía un pequeño zoológico en su maleta!

Entonces aparecieron dos policías de turismo y la brichera guardó sus animales, se levantó rápidamente y huyó hacia la avenida Abancay. Intentamos seguirla, pero la oscuridad de la zona nos detuvo. En su desesperada fuga, ella olvidó su viejo cuaderno de notas y un álbum de fotos antiguas.

He revisado sus apuntes varias veces y lo que más me sorprende es la larga relación de turistas que conversaron con ella, con sus nombres y nacionalidades, así como las atrevidas preguntas que les hizo, traducidas a los más diversos idiomas y escritas con su puño y letra.

¿Quién habrá sido realmente esta mujer? ¿Una simple limeña en busca de aventuras? ¿Una bailarina trastornada? ¿Una estafadora profesional? ¿Una traficante de animales? Sin duda, Lima tiene reservadas muchas sorpresas “solo para turistas”.