Thursday, October 21, 2010

En la ruta del vino Tokai


Luego de unos días en Budapest, la capital de Hungría, decidí conocer Tokai, una región que goza de fama internacional, pues desde tiempos del Imperio Romano allí se elabora el famoso "rey de los vinos". Tomé un bus hacia la ciudad de Éger y allí abordé un tren que me llevaría hacia Tokai, muy cerca de la frontera con Ucrania. Mis amigos me advirtieron que debería estar muy atento en los cambios de estación, porque de lo contrario podría terminar en Macedonia o Rumania, como a ellos les sucedió. Con estas recomendaciones, abordé el tren e inmediatamente me dirigí al controlador para pedirle que me avise en cada trasbordo.

Un anciano que me había escuchado se me acercó y amablemente dibujó en un papel las estaciones y las horas de parada. En total, eran seis cambios de tren en ciudades de nombres impronunciables. La mayoría de pasajeros eran campesinos: hombres con trajes oscuros y mujeres con pañuelos en las cabezas. El anciano les comentaba muy entusiasmado que yo era extranjero y que iba a Tokai a comprar vino. Todos miraban mi cámara fotográfica y trataban de leer mi polo que decía Perú. Al bajar en la primera estación, compré cigarros y el anciano me siguió. Intentaba conversar, pero era imposible. Yo no entendía ni una palabra de húngaro y él no comprendía inglés, menos aun español. Le ofrecí un café, pero mi "guia" prefirió una copa de cognac. Tomó el licor de un solo sorbo y exclamó de satisfacción.

A la hora exacta llegó el segundo tren y subimos. Nuevamente el viejo se sentó a mi lado, pero esta vez entramos al vagón de fumadores. Allí encontramos a un grupo de rock que iba a Ucrania. Todos vestían casacas de cuero con espuelas y viajaban echados con las piernas en alto. Al vernos ni se inmutaron y continuaron fumando y rasgando sus guitarras. El humo era insoportable así que decidimos cambiar de vagón. Luego de dos horas llegamos a la segunda estación y esta vez compré una coca cola. El anciano me siguió y le ofrecí cigarros. Nuevamente dijo que prefería una copa de cognac. Entonces reparé que el viejo tenía una inclinación muy marcada por el licor. Y si esto continuaba, debía comprarle cuatro copas más de cognac hasta llegar a Tokai. Pero el gasto bien valía la pena, porque el anciano era muy atento y me estaba avisando dónde bajar y cuándo subir. Algo que los controladores no hacían, por falta de paciencia o desidia. Así, después de invitar la sexta copa de cognac llegué a Tokai. Pasé la tarde visitando bodegas y probando los más deliciosos vinos.

Al caer la tarde, luego de un descanso reconfortante a orillas del rio Tisza, volví a la estación del tren. Pero las pequeñas calles de la ciudad me jugaron una mala pasada y no recordaba el camino de regreso. O quizás fue el vino, no lo sé. Pregunté a unos señores y ellos movían la cabeza resignados. No me entendían. Avancé hacia un taller de mecánica y los obreros se reían tratando de entenderme. Faltaban diez minutos para la llegada del tren y yo estaba perdido sin encontrar la estación. Pregunté a varios transeúntes y nada. Si el tren me dejaba debía esperar hasta el día siguiente. Entonces encontré en la puerta de su casa a un señor con apariencia de ser médico o ingeniero, así que pensé que podía saber inglés. Pero tampoco entendía. Yo le decía train station, railway, tren y él se encogia de hombros sin comprenderme. Hizo el ademán de manejar un autobús y yo le repetia: No, bus no; train, railway. Faltaban cinco minutos y conociendo la puntualidad ferroviaria de Europa lo más seguro era que el tren me dejara.
Entonces jugué mi última carta. Le dije con ademanes: "No, bus no... chucu-chucu-chucu, pupú". Sólo así me entendió y pude llegar a tiempo para abordar el tren de regreso.


Lima, 16 de abril de 2002


Foto: Brindis con vino húngaro en Mayoralmas.

Thursday, October 07, 2010

Los sesenta de Mario

Por Winston Orrillo

Acaba de cumplirlos. Totalmente rozagante, y dedicado a la que es –ya no cabe ninguna duda- su pasión excluyente: la escritura.

Podemos afirmar que Mario Vargas Llosa encarna el conocido sueño de Mallarmé de que la vida quepa en un libro, de que lo que uno vive sólo tiene sentido, sólo cobra valor, porque está destinado a entrar a las páginas de un volumen.

Vocación tan impertérrita no se había dado jamás en la literatura nacional, y solo hay unos cuantos ejemplos de ella en el panorama ecuménico de las letras.

Si revisamos las principales obras de Mario –desde La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral, La tía Julia y el escribidor hasta El pez en el agua- veremos que, en unas más, en otras menos, la presencia del autor nimba la obra, o, en otros casos, definitivamente, la protagoniza.

Vivir para escribir; que todo lo que a uno le acaece sea para integrar una obra: tal es el desideratum de nuestro autor, quien, por otro lado, no se ha negado nunca a vivir hasta las heces, lo que llamaría Jaspers las situaciones límites, pero todo con el propósito precitado.

Dueño de una inteligencia esclarecida y de una sensibilidad ciertamente privilegiada, de Mario, sin embargo, algunos rescatamos, en especial, esa capacidad ascética, cenobita, para el trabajo intelectual, para la entrega incondicional a la realización de una obra que no cesa de cosecharle elogios y no pocas críticas encontradas, porque si algo caracteriza a nuestro autor es, precisamente, su condición polémica.

Nada de lo que él dice o escribe nos puede dejar indiferentes. Es especialista en provocar nuestras adhesiones más encendidas o nuestros denuestos más selectos.

Poseedor de grandes preseas, también tiene en su alforja de caminante errores y equívocos que el generoso viento de la historia se encargará de esclarecer.

Es nuestro autor más reconocido internacionalmente (en vida: puesto que post mortem allí están Vallejo y Mariátegui que, en sus respectivos centenarios, han concitado avalanchas de congresos y simposios).

No nos cabe la menor duda que será nuestro primer Premio Nóbel de Literatura, galardón que habrá de ganarlo por el ímprobo esfuerzo de construir una obra narrativa, sin reticencias, paradigmática.

El Comercio, julio de 1996.