Por Winston Orrillo
Acaba de cumplirlos. Totalmente rozagante, y dedicado a la que es –ya no cabe ninguna duda- su pasión excluyente: la escritura.
Podemos afirmar que Mario Vargas Llosa encarna el conocido sueño de Mallarmé de que la vida quepa en un libro, de que lo que uno vive sólo tiene sentido, sólo cobra valor, porque está destinado a entrar a las páginas de un volumen.
Vocación tan impertérrita no se había dado jamás en la literatura nacional, y solo hay unos cuantos ejemplos de ella en el panorama ecuménico de las letras.
Si revisamos las principales obras de Mario –desde La ciudad y los perros, Conversación en la Catedral, La tía Julia y el escribidor hasta El pez en el agua- veremos que, en unas más, en otras menos, la presencia del autor nimba la obra, o, en otros casos, definitivamente, la protagoniza.
Vivir para escribir; que todo lo que a uno le acaece sea para integrar una obra: tal es el desideratum de nuestro autor, quien, por otro lado, no se ha negado nunca a vivir hasta las heces, lo que llamaría Jaspers las situaciones límites, pero todo con el propósito precitado.
Dueño de una inteligencia esclarecida y de una sensibilidad ciertamente privilegiada, de Mario, sin embargo, algunos rescatamos, en especial, esa capacidad ascética, cenobita, para el trabajo intelectual, para la entrega incondicional a la realización de una obra que no cesa de cosecharle elogios y no pocas críticas encontradas, porque si algo caracteriza a nuestro autor es, precisamente, su condición polémica.
Nada de lo que él dice o escribe nos puede dejar indiferentes. Es especialista en provocar nuestras adhesiones más encendidas o nuestros denuestos más selectos.
Poseedor de grandes preseas, también tiene en su alforja de caminante errores y equívocos que el generoso viento de la historia se encargará de esclarecer.
Es nuestro autor más reconocido internacionalmente (en vida: puesto que post mortem allí están Vallejo y Mariátegui que, en sus respectivos centenarios, han concitado avalanchas de congresos y simposios).
No nos cabe la menor duda que será nuestro primer Premio Nóbel de Literatura, galardón que habrá de ganarlo por el ímprobo esfuerzo de construir una obra narrativa, sin reticencias, paradigmática.
El Comercio, julio de 1996.
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