Saturday, September 18, 2010

Oscar Cuya en el recuerdo


Recién hoy, leyendo la página web de La República, me entero que ha fallecido Oscar Cuya, uno de los últimos periodistas de la "vieja guardia".

Cuando “Lolo” Pérez, Richard Centeno y yo llegamos a ese diario, a inicios de los 90, Cuya era el jefe de redacción que llegaba por las tardes y armaba las contundentes portadas del día siguiente. No era muy simpático, pero todos reconocían su gran habilidad para escribir los titulares. El charapa Jorge Egoávil decía que Cuya era un "genio del periodismo".

Los tres muchachitos sanmarquinos llegamos a La República en una etapa de transición política y tecnológica. Política porque finalizaba el primer gobierno de Alan García, y tecnológica porque había llegado un experto japonés-brasileño para implementar el uso de la computadora en todas las áreas.

Mientras duró el proceso de transferencia tecnológica todos continuamos escribiendo nuestras notas en las pesadas máquinas de escribir. De dos a cinco de la tarde, la sala de redacción se convertía entonces en una usina bulliciosa por el continuo traquetear de las teclas. Así, en medio del ruido, veíamos llegar Oscar Cuya, con su andar lento, directo a la mesa de edición.

A diferencia del director, Alejandro Sakuda, que se paseaba por las diferentes secciones para chequear el avance de las notas, y del jefe de redacción Miguel Mantilla que gritaba amablemente para solicitar cualquier cosa, Cuya era un tipo callado, especialmente con los nuevos periodistas.

A las seis de la tarde salíamos del diario directo a la universidad, pero en la mesa de edición se quedaban hasta el amanecer los editores responsables de armar las páginas de cada sección. La portada, nos decían, era obra de Cuya. Él era el encargado de escoger la frase, ingeniosa o contundente, que aparecería al día siguiente en todos los quioscos.

Un domingo llegué muy temprano al diario –venía de boleto—y vi la mesa de edición llena de papeles, abundantes colillas y tazas de café vacías. No había nadie así que ingresé. Entonces descubrí maravillado cómo se armaba cada página del diario. Y en un rincón encontré pequeñas hojitas recortadas en las que Cuya, efectivamente, iba ensayando la portada del día siguiente.

Recogí algunas hojitas del suelo, las junté con otras que estaban sobre el escritorio de Cuya y entonces comprobé con reverente admiración que ese señor bajito y gordito ensayaba una y otra vez para hallar el titular preciso. El proceso para armar una portada impactante, aun en los días en que no había noticias, estaba en esos papelitos.

Desde entonces, cada vez que podía llegaba muy temprano al diario para apropiarme de esas hojitas que contenían el estilo de trabajo del que fue, en mi opinión, el mejor titulador periodístico de nuestro medio. Luego llegaron las computadoras y Cuya dejó de utilizar esos papelitos.

Sinceramente, lamento mucho esta pérdida. Creo que el diario La República no será el mismo sin los titulares de Oscar Cuya.

Adiós, maestro.

Lima, 22 de mayo de 2007.

Thursday, September 02, 2010

Bricheras en Lima


El viernes tomaba unas cervezas con Thomas, un amigo austriaco estudioso de la música andina, que había vuelto de Cusco y Puno cargado de verdaderas joyas discográficas. El gringo estaba muy feliz con los hallazgos que había realizado y me contaba muy emocionado su encuentro con la cantante de Condemayta de Acomayo. En esa estábamos, cuando una brichera interrumpió nuestra charla.

– ¿Puedo sentarme?– dijo ella muy coqueta. Thomas y yo nos sorprendimos por esta inesperada llegada y no supimos qué responder. ¿Qué podíamos hacer? Ella aprovechó nuestra indecisión y rápidamente se sentó en nuestra mesa con toda confianza.

–Me llamo Pilar, ¿y tú?– le preguntó directamente a mi amigo. Era una mujer bajita, de unos cuarenta años, con aspecto de vedette retirada.
–Me llamo Thomas, pero me dicen Tommy– respondió él con cortesía.
– ¿Y de dónde eres?– insistió ella.
–De Austria– contestó él.
– ¡Ah, de Austria! ¡Yo tengo muchos amigos austriacos! – suspiró con alegría.

El inicio fue muy auspicioso para la brichera. Su atrevimiento le había dado resultado y no estaba dispuesta a soltar su presa ahora que la tenía tan cerca. Así que volteó hacia mí y me pidió que le invite un vaso de cerveza.
– ¿Puedes servirme, por favor? – me dijo con voz de súplica.
–Claro, cómo no – le respondí llenando su vaso.

Pilar se llevó el vaso a la boca y empezó a saborear la cerveza con la lengua. Sus gestos eran descaradamente provocadores. Thomas la miraba con curiosidad y solo sonreía compasivamente. Luego ella sacó un viejísimo cuaderno y le pidió a mi amigo que le enseñe un poco del idioma alemán.

¿Como se dice novio en alemán? ¿Cómo se dice te amo? ¿Cómo se dice me gustan tus labios? ¿Cómo se dice quiero hacer el amor contigo? Estas eran las preguntas que Pilar escribía o fingía escribir en su viejo cuaderno, y que Thomas respondía con extraordinaria paciencia. Yo, por mi parte, guardaba silencio, intrigado por saber hasta dónde llegaría esta brichera capitalina.

Eran casi las seis de la tarde y Lima empezaba a oscurecer. En el pequeño bar frente a la Estación de Desamparados solo quedábamos Thomas, la brichera y yo, con las botellas vacías. Pilar hablaba sin parar de los más diversos temas, pero el austriaco y yo no teníamos interés de seguir escuchándola. Ella notó nuestro aburrimiento y entonces jugó su última carta.

–Yo hago bailes privados – nos confesó en voz baja.
– ¿Qué tipo de bailes? – preguntó Thomas.
– Bailes exóticos, con lentejuelas y también desnuda –dijo provocadora.
– ¿Y dónde aprendiste a bailar? – inquirió él.
–En un circo – respondió ella, y sacó de su maleta un álbum con fotos antiguas, donde se le veía en brillosos trajes al lado de acróbatas y equilibristas.

–También soy entrenadora de animales – nos reveló con voz cómplice.
– ¡No, no te creo! – exclamó Thomas en su español bien aprendido.
–Sí, justo aquí tengo a mis bebés – respondió ella y sacó de su maleta una pequeña ave de bello plumaje anaranjado. Luego sacó un pequeño armadillo. Finalmente nos mostró un roedor de fino pelaje, adormecido, o mejor dicho dopado. ¡Esa loca tenía un pequeño zoológico en su maleta!

Entonces aparecieron dos policías de turismo y la brichera guardó sus animales, se levantó rápidamente y huyó hacia la avenida Abancay. Intentamos seguirla, pero la oscuridad de la zona nos detuvo. En su desesperada fuga, ella olvidó su viejo cuaderno de notas y un álbum de fotos antiguas.

He revisado sus apuntes varias veces y lo que más me sorprende es la larga relación de turistas que conversaron con ella, con sus nombres y nacionalidades, así como las atrevidas preguntas que les hizo, traducidas a los más diversos idiomas y escritas con su puño y letra.

¿Quién habrá sido realmente esta mujer? ¿Una simple limeña en busca de aventuras? ¿Una bailarina trastornada? ¿Una estafadora profesional? ¿Una traficante de animales? Sin duda, Lima tiene reservadas muchas sorpresas “solo para turistas”.