Sunday, September 15, 2013

Juan Rulfo según los que lo conocieron


Ferrnando Benítez, escritor mexicano
"He vivido doce años casi pared por medio de Rulfo. Sus hijos muy pequeños jugaban a la pelota sobre el prado de la avenida Manuel M. Ponce o recorríamos las desiertas calles vecinas, hasta que el Infonavit y otros excesos urbanos excluyeron juegos y paseos.
Hace algún tiempo Juan se compró un transmisor, me regaló otro y a una hora convenida me hablaba, como si me estuviera hablando desde Comala. Al poco rato se aparecía tomando la apariencia de un señor provinciano, porque eso es hasta la médula de los huesos, un señor aldeano, un poco tímido y triste, de refinada cortesía y vestido esmeradamente.
Permanecía horas fumando, rodeado de una nube de humo que velaba su sonrisa ligeramente irónica y sus ojos tiernos y chispeantes, sin aludir nunca a sus libros, ni a sus problemas. Ningún alarde. Una sencillez absoluta que recuerda a la de Chejov.
Aquejado de insomnios y de apreturas familiares, enfermo con frecuencia, pasa las noches devorando libros y oyendo música. Su ventana que da a Manuel M. Ponce es la única encendida del barrio y cuando el gran pino de la casa del Delegado Apostólico surge con la aureola del amanecer, esta es la señal para él de que debe dormir una horas.
No cree en la publicidad de que gustan rodearse los escritores, detesta los dimes y diretes del mundillo literario y le molesta que siempre le pregunten por qué no escribe, y entonces inventa novelas y dice que está escribiendo para que lo dejen en paz y el acoso disminuya, porque no parece que baste haber escrito una de las mejores novelas y uno de los mejores cuentos en letras españolas. Los novelistas son escritores de un solo libro con variantes. Rulfo ha escrito ya lo medular y lo que podría escribir serían modalidades de sus viejos temas". 

Gabriel García Márquez. Premio Nobel de Literatura 1982

El descubrimiento de Juan Rulfo- como el de Franz Kafka- será sin duda un capítulo esencial en mis memorias […]
-Cuando leyó Pedro Páramo
Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka, había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El llano en llamas, y el asombro permaneció intacto. Mucho después en la antesala de un consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra descabalgada: La herencia de Matilde Arcángel. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.

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