Recién hoy, leyendo la página web de La República, me entero que ha fallecido Oscar Cuya, uno de los últimos periodistas de la "vieja guardia".
Cuando “Lolo” Pérez, Richard Centeno y yo llegamos a ese diario, a inicios de los 90, Cuya era el jefe de redacción que llegaba por las tardes y armaba las contundentes portadas del día siguiente. No era muy simpático, pero todos reconocían su gran habilidad para escribir los titulares. El charapa Jorge Egoávil decía que Cuya era un "genio del periodismo".
Los tres muchachitos sanmarquinos llegamos a La República en una etapa de transición política y tecnológica. Política porque finalizaba el primer gobierno de Alan García, y tecnológica porque había llegado un experto japonés-brasileño para implementar el uso de la computadora en todas las áreas.
Mientras duró el proceso de transferencia tecnológica todos continuamos escribiendo nuestras notas en las pesadas máquinas de escribir. De dos a cinco de la tarde, la sala de redacción se convertía entonces en una usina bulliciosa por el continuo traquetear de las teclas. Así, en medio del ruido, veíamos llegar Oscar Cuya, con su andar lento, directo a la mesa de edición.
A diferencia del director, Alejandro Sakuda, que se paseaba por las diferentes secciones para chequear el avance de las notas, y del jefe de redacción Miguel Mantilla que gritaba amablemente para solicitar cualquier cosa, Cuya era un tipo callado, especialmente con los nuevos periodistas.
A las seis de la tarde salíamos del diario directo a la universidad, pero en la mesa de edición se quedaban hasta el amanecer los editores responsables de armar las páginas de cada sección. La portada, nos decían, era obra de Cuya. Él era el encargado de escoger la frase, ingeniosa o contundente, que aparecería al día siguiente en todos los quioscos.
Un domingo llegué muy temprano al diario –venía de boleto—y vi la mesa de edición llena de papeles, abundantes colillas y tazas de café vacías. No había nadie así que ingresé. Entonces descubrí maravillado cómo se armaba cada página del diario. Y en un rincón encontré pequeñas hojitas recortadas en las que Cuya, efectivamente, iba ensayando la portada del día siguiente.
Recogí algunas hojitas del suelo, las junté con otras que estaban sobre el escritorio de Cuya y entonces comprobé con reverente admiración que ese señor bajito y gordito ensayaba una y otra vez para hallar el titular preciso. El proceso para armar una portada impactante, aun en los días en que no había noticias, estaba en esos papelitos.
Desde entonces, cada vez que podía llegaba muy temprano al diario para apropiarme de esas hojitas que contenían el estilo de trabajo del que fue, en mi opinión, el mejor titulador periodístico de nuestro medio. Luego llegaron las computadoras y Cuya dejó de utilizar esos papelitos.
Sinceramente, lamento mucho esta pérdida. Creo que el diario La República no será el mismo sin los titulares de Oscar Cuya.
Adiós, maestro.
Lima, 22 de mayo de 2007.
Cuando “Lolo” Pérez, Richard Centeno y yo llegamos a ese diario, a inicios de los 90, Cuya era el jefe de redacción que llegaba por las tardes y armaba las contundentes portadas del día siguiente. No era muy simpático, pero todos reconocían su gran habilidad para escribir los titulares. El charapa Jorge Egoávil decía que Cuya era un "genio del periodismo".
Los tres muchachitos sanmarquinos llegamos a La República en una etapa de transición política y tecnológica. Política porque finalizaba el primer gobierno de Alan García, y tecnológica porque había llegado un experto japonés-brasileño para implementar el uso de la computadora en todas las áreas.
Mientras duró el proceso de transferencia tecnológica todos continuamos escribiendo nuestras notas en las pesadas máquinas de escribir. De dos a cinco de la tarde, la sala de redacción se convertía entonces en una usina bulliciosa por el continuo traquetear de las teclas. Así, en medio del ruido, veíamos llegar Oscar Cuya, con su andar lento, directo a la mesa de edición.
A diferencia del director, Alejandro Sakuda, que se paseaba por las diferentes secciones para chequear el avance de las notas, y del jefe de redacción Miguel Mantilla que gritaba amablemente para solicitar cualquier cosa, Cuya era un tipo callado, especialmente con los nuevos periodistas.
A las seis de la tarde salíamos del diario directo a la universidad, pero en la mesa de edición se quedaban hasta el amanecer los editores responsables de armar las páginas de cada sección. La portada, nos decían, era obra de Cuya. Él era el encargado de escoger la frase, ingeniosa o contundente, que aparecería al día siguiente en todos los quioscos.
Un domingo llegué muy temprano al diario –venía de boleto—y vi la mesa de edición llena de papeles, abundantes colillas y tazas de café vacías. No había nadie así que ingresé. Entonces descubrí maravillado cómo se armaba cada página del diario. Y en un rincón encontré pequeñas hojitas recortadas en las que Cuya, efectivamente, iba ensayando la portada del día siguiente.
Recogí algunas hojitas del suelo, las junté con otras que estaban sobre el escritorio de Cuya y entonces comprobé con reverente admiración que ese señor bajito y gordito ensayaba una y otra vez para hallar el titular preciso. El proceso para armar una portada impactante, aun en los días en que no había noticias, estaba en esos papelitos.
Desde entonces, cada vez que podía llegaba muy temprano al diario para apropiarme de esas hojitas que contenían el estilo de trabajo del que fue, en mi opinión, el mejor titulador periodístico de nuestro medio. Luego llegaron las computadoras y Cuya dejó de utilizar esos papelitos.
Sinceramente, lamento mucho esta pérdida. Creo que el diario La República no será el mismo sin los titulares de Oscar Cuya.
Adiós, maestro.
Lima, 22 de mayo de 2007.