—Sácate
la camisa y bájate el pantalón— nos ordenó el guardia de seguridad.
Quisimos protestar, frenar semejante abuso, pero
enseguida alzó la voz y añadió con severidad:
—También el calzoncillo.
Era viernes, lo recuerdo bien, porque la noche
anterior nos habíamos amanecido en la fiesta de Año Nuevo, bailando y bebiendo en
la casa de Toño. Allí estaba Mary, la hermana de Caleb, nuestro amigo del
barrio, que por infortunios del destino había terminado recluido en el penal de
Castro Castro, considerado de “máxima seguridad”.
Mary nos contó que su hermano estaba un poco deprimido
y, sin decirlo directamente, solo con su bella mirada, nos pidió que lo
visitemos. Eran las tres de la mañana, teníamos un arsenal de cerveza y todos
bailábamos frenéticamente al ritmo de “Juana la cubana”.
Con las primeras luces de la mañana, la fiesta comenzó
a decaer, algunos empezaban a dormir y todo indicaba que nos iríamos a nuestras
casas a descansar. Pero Rocco, el mayor de todos, el recio zaguero central de
nuestro equipo, el líder del grupo, se levantó bruscamente del sofá y con su
vaso de cerveza en la mano ordenó:
—¡Vamos a visitar a Caleb, carajo! ¡A un amigo nunca se
le abandona, conchesumare!
Su orden se escuchó como un bramido de la tierra, como
un movimiento telúrico que espantó hasta a las palomas de los cables
telefónicos.
Entonces, uno a uno nos fuimos levantando, nos mojamos
la cara y nos fuimos al penal de Canto Grande, al otro extremo de la ciudad.
Seguramente me dormí en el trayecto, pues no me acuerdo qué bus tomamos ni qué
ruta seguimos. Solo recuerdo que hacía mucho frío y estábamos en una fila con
decenas de visitantes esperando que nos coloquen sellos en los brazos.
Caleb era uno de los menores del grupo. El calichín.
Su hermano Arturo lo trajo para reforzar el equipo del barrio y desde entonces
andaba con nosotros. Era muy inquieto, bronquero y conquistador. Casi siempre
se metía en problemas, porque sabía que los mayores estábamos allí para
defenderlo. Pero se ganó nuestro aprecio definitivo cuando encajó tres goles al
arquero del Doce de Octubre, nuestro barrio rival.
Íbamos a visitarlo, en parte, animados por Rocco, que
siempre tomaba la iniciativa en los momentos de duda. Pero también nos embarcamos
en esta aventura con la secreta intención de que la bella Mary se fije en
nosotros. Ella tendría 22 o 23 años, era un poco mayor que nosotros, pero todos
vivíamos enamorados de su cabello ensortijado, de sus labios carnosos, de su
voz sensual, de sus generosas caderas, de su blanquísima piel...
Por eso, siempre cantábamos “Mary es mi amor, solo con
ella vivo la felicidad…”
Cuando el guardia terminó de revisarnos el cuerpo y
los genitales, pasamos a un pequeño ambiente donde tuvimos que dejar la
billetera, los documentos, los lentes, las monedas y los pasadores de nuestros
zapatos. De todo eso, lo que más valoraba yo era mi carné de prensa, porque sin
él no podría ir a trabajar el lunes. Se lo dije al guardia, pero este hizo un
gesto de desprecio y me ordenó que avance.
En el interior del penal, los reclusos habían
organizado una gran fiesta para los visitantes. Vendían parrilladas, cerveza y
hasta tenían un gran equipo de sonido. Todos se abrazaban y se deseaban un
feliz año nuevo. Caleb no esperaba nuestra visita, así que rompió en llanto
cuando nos vio. Todos nos abrazamos en círculo y dimos tres hurras por nuestro
barrio. Luego, en todo el patio se escucharon vivas a todos los barrios de
Lima.
Pasamos una tarde agradable, con el mismo ambiente
festivo del barrio. Compramos
parrilladas y tomamos cerca de dos cajas de cerveza escuchando salsa. Un
colombiano con tatuajes en los brazos, nos trajo cuatro cervezas. “Muy bien,
parce, nunca se abandona a los amigos”, nos dijo efusivamente.
A las cinco de la tarde, las sirenas anunciaron el fin
de la visita. Todos salimos felices del penal. La fila se convirtió en un
verdadero encuentro de camaradería. Hasta los policías participaban de los festejos.
Nos revisaban los sellos de los brazos y nos daban palmaditas en el hombro. El
Año Nuevo transformó el Castro Castro en un penal de máxima felicidad.