Monday, September 15, 2025

Una cárcel de máxima felicidad

 


Sácate la camisa y bájate el pantalón nos ordenó el guardia de seguridad.

Quisimos protestar, frenar semejante abuso, pero enseguida alzó la voz y añadió con severidad:

También el calzoncillo.

Era viernes, lo recuerdo bien, porque la noche anterior nos habíamos amanecido en la fiesta de Año Nuevo, bailando y bebiendo en la casa de Toño. Allí estaba Mary, la hermana de Caleb, nuestro amigo del barrio, que por infortunios del destino había terminado recluido en el penal de Castro Castro, considerado de “máxima seguridad”.

Mary nos contó que su hermano estaba un poco deprimido y, sin decirlo directamente, solo con su bella mirada, nos pidió que lo visitemos. Eran las tres de la mañana, teníamos un arsenal de cerveza y todos bailábamos frenéticamente al ritmo de “Juana la cubana”.

Con las primeras luces de la mañana, la fiesta comenzó a decaer, algunos empezaban a dormir y todo indicaba que nos iríamos a nuestras casas a descansar. Pero Rocco, el mayor de todos, el recio zaguero central de nuestro equipo, el líder del grupo, se levantó bruscamente del sofá y con su vaso de cerveza en la mano ordenó:

¡Vamos a visitar a Caleb, carajo! ¡A un amigo nunca se le abandona, conchesumare!

Su orden se escuchó como un bramido de la tierra, como un movimiento telúrico que espantó hasta a las palomas de los cables telefónicos.

Entonces, uno a uno nos fuimos levantando, nos mojamos la cara y nos fuimos al penal de Canto Grande, al otro extremo de la ciudad. Seguramente me dormí en el trayecto, pues no me acuerdo qué bus tomamos ni qué ruta seguimos. Solo recuerdo que hacía mucho frío y estábamos en una fila con decenas de visitantes esperando que nos coloquen sellos en los brazos.

Caleb era uno de los menores del grupo. El calichín. Su hermano Arturo lo trajo para reforzar el equipo del barrio y desde entonces andaba con nosotros. Era muy inquieto, bronquero y conquistador. Casi siempre se metía en problemas, porque sabía que los mayores estábamos allí para defenderlo. Pero se ganó nuestro aprecio definitivo cuando encajó tres goles al arquero del Doce de Octubre, nuestro barrio rival.

Íbamos a visitarlo, en parte, animados por Rocco, que siempre tomaba la iniciativa en los momentos de duda. Pero también nos embarcamos en esta aventura con la secreta intención de que la bella Mary se fije en nosotros. Ella tendría 22 o 23 años, era un poco mayor que nosotros, pero todos vivíamos enamorados de su cabello ensortijado, de sus labios carnosos, de su voz sensual, de sus generosas caderas, de su blanquísima piel...

Por eso, siempre cantábamos “Mary es mi amor, solo con ella vivo la felicidad…”

Cuando el guardia terminó de revisarnos el cuerpo y los genitales, pasamos a un pequeño ambiente donde tuvimos que dejar la billetera, los documentos, los lentes, las monedas y los pasadores de nuestros zapatos. De todo eso, lo que más valoraba yo era mi carné de prensa, porque sin él no podría ir a trabajar el lunes. Se lo dije al guardia, pero este hizo un gesto de desprecio y me ordenó que avance.

En el interior del penal, los reclusos habían organizado una gran fiesta para los visitantes. Vendían parrilladas, cerveza y hasta tenían un gran equipo de sonido. Todos se abrazaban y se deseaban un feliz año nuevo. Caleb no esperaba nuestra visita, así que rompió en llanto cuando nos vio. Todos nos abrazamos en círculo y dimos tres hurras por nuestro barrio. Luego, en todo el patio se escucharon vivas a todos los barrios de Lima.

Pasamos una tarde agradable, con el mismo ambiente festivo del barrio.  Compramos parrilladas y tomamos cerca de dos cajas de cerveza escuchando salsa. Un colombiano con tatuajes en los brazos, nos trajo cuatro cervezas. “Muy bien, parce, nunca se abandona a los amigos”, nos dijo efusivamente.

A las cinco de la tarde, las sirenas anunciaron el fin de la visita. Todos salimos felices del penal. La fila se convirtió en un verdadero encuentro de camaradería. Hasta los policías participaban de los festejos. Nos revisaban los sellos de los brazos y nos daban palmaditas en el hombro. El Año Nuevo transformó el Castro Castro en un penal de máxima felicidad.