Mi hijo de siete años va a recitar en el colegio un poema por el Día del Padre y toda esta semana ha ensayado en voz alta. Una parte del poema dice que admira mucho a su papá, y esto hace que yo me formule la misma pregunta: ¿Qué admiro yo de mi padre? Pues ahí vamos.
La enseñanza más valiosa que me ha dado mi
padre es la solidaridad. Recuerdo que hace muchos años, un amigo suyo cayó en
desgracia y terminó en un oscuro abismo. Todos le dieron la espalda, incluso
sus hermanos. Nadie lo visitaba, nadie quería saber de él. Todos se
avergonzaban, querían olvidarlo, simular que nunca existió.
Yo tenía 10 años cuando un día vi a mi padre
muy decidido alistándose para salir. Mi mamá lo despidió en la puerta con mucho
recelo. Él cruzó la ciudad para llegar hasta el leproso. Lo encontró, le
estrechó la mano y le dio un impulso económico para levantarse. Mi padre fue la
única persona que visitó a aquel desdichado personaje en su destierro.
Imagino las lágrimas del innombrable al saber
que alguien en la tierra no lo condenaba. Tampoco aprobaba su inconducta, por
supuesto, pero era solidario con el caído.
Hoy, el tiempo ha sanado esas heridas y el
personaje en cuestión ha logrado recomponer su vida. Administra su propio
negocio y viaja por todo el país con su esposa. Cada vez que se encuentra con
mi padre se estrechan en un fuerte abrazo y sueltan bromas en quechua. No hay
actos de contrición ni sermones de ningún lado. Lo que alguna vez sucedió ha
quedado en el generoso olvido.
Mi padre nunca nos contó esta historia y mucho
menos hizo alarde de su solidaridad. Ayudó al caído contra la opinión de todos
y le tendió la mano con discreto silencio. “Somos madera antigua”, dice hoy a sus 82
años.