¿Qué idioma es ése que suena tan bonito?
El sonido cadencioso del español es algo que solo notamos cuando en el extranjero –sobre todo en Europa oriental- las personas se detienen para escucharnos hablar.
Me ocurrió en Praga, cuando me alojé en la residencia de estudiantes de la Universidad de Lenguas Extranjeras. Apenas crucé el umbral de la puerta, la encargada de la recepción dijo en voz alta: “¡Buenos días, señor!”
Enseguida me preguntó mi nombre, de qué país venía y cuál era el motivo de mi viaje. Ella hablaba muy fuerte y yo le respondía de igual forma para que llene correctamente mis datos en el formulario de alojamiento.
Pero ella no hablaba en voz alta porque tenía problemas de audición, sino porque quería que los estudiantes que entraban y salían por allí escucharan nuestra conversación.
Cuando se le acabaron las preguntas del formulario, la señora Elizabeth me preguntó sobre el clima, la comida y las costumbres de Sudamérica y España. ¿Verdad que los latinos son ardientes?, dijo con ojitos pícaros.
Entonces descubrí que a nuestro alrededor había una docena de estudiantes escuchando atentamente las atrevidas preguntas de la recepcionista y, claro, también mis ingenuas respuestas.
Fue un momento embarazoso. Todos nos miraban con reverencia, sin decir nada. Hubo un largo silencio, hasta que una jovencita, de unos veinte años, no aguantó la curiosidad y lanzó la pregunta que hasta hoy recuerdo:
¿Qué idioma es ése que suena tan bonito?
El periodista español Javier Reverte, en su crónica de viaje por Grecia y Turquía, cuenta una anécdota similar. Dice que en una isla griega conoció a un tabernero que tenía una particularísima clasificación de los idiomas.
“Cada idioma está hecho para algo. El inglés, para los negocios. A cup of tea, preguntan siempre antes de sentarse a discutir. El alemán es un idioma de guerra, parece que caen divisiones enteras sobre ti cuando les escuchas”.
“Los franceses han creado su lengua para el amor, y ¡ay de aquella mujer que abre sus oídos delante de un francés!, porque al momento tendrá que abrir las piernas”.
“Si quieres hablar de filosofía, aquí está nuestra lengua griega, y no hay otra. Los italianos han creado su idioma para cantar a toda hora, y logran mujeres por el canto, que es la mejor manera de enamorar”.
“Pero cuando un español habla ..., ¡ah, España!, cuando ustedes los españoles hablan, oímos a los ángeles cantar. Su lengua está creada para conversar con Dios. Toda mujer que conoce a un español aspira al matrimonio”.
¿Qué idioma es ése que suena tan bonito? –preguntó la jovencita, rompiendo el silencio de los estudiantes.
--Es español. El señor es de Perú, de América del Sur—respondió la recepcionista muy orgullosa.
Los jóvenes que nos rodeaban estudiaban lenguas extranjeras y de algún modo estaban familiarizados con diversos idiomas, pero jamás habían escuchado un sonido “tan bonito”. Así que nos pidieron que sigamos conversando en voz alta.
La jovencita de veinte años era la más entusiasmada con mi forma de hablar. Hacía preguntas en idioma checo que doña Elizabeth traducía. Conversamos – con traductora de por medio-- casi media hora entre risas y bromas hasta que la recepcionista entendió que debía dejarnos solos.
Aquella noche di mi primera clase de español. Durante dos horas le enseñé a la pequeña Rita algunas palabras del idioma castellano. Y ella abrió para mí las puertas de su tierna sabiduría.
Praga- Lima, Junio del 2001.
El sonido cadencioso del español es algo que solo notamos cuando en el extranjero –sobre todo en Europa oriental- las personas se detienen para escucharnos hablar.
Me ocurrió en Praga, cuando me alojé en la residencia de estudiantes de la Universidad de Lenguas Extranjeras. Apenas crucé el umbral de la puerta, la encargada de la recepción dijo en voz alta: “¡Buenos días, señor!”
Enseguida me preguntó mi nombre, de qué país venía y cuál era el motivo de mi viaje. Ella hablaba muy fuerte y yo le respondía de igual forma para que llene correctamente mis datos en el formulario de alojamiento.
Pero ella no hablaba en voz alta porque tenía problemas de audición, sino porque quería que los estudiantes que entraban y salían por allí escucharan nuestra conversación.
Cuando se le acabaron las preguntas del formulario, la señora Elizabeth me preguntó sobre el clima, la comida y las costumbres de Sudamérica y España. ¿Verdad que los latinos son ardientes?, dijo con ojitos pícaros.
Entonces descubrí que a nuestro alrededor había una docena de estudiantes escuchando atentamente las atrevidas preguntas de la recepcionista y, claro, también mis ingenuas respuestas.
Fue un momento embarazoso. Todos nos miraban con reverencia, sin decir nada. Hubo un largo silencio, hasta que una jovencita, de unos veinte años, no aguantó la curiosidad y lanzó la pregunta que hasta hoy recuerdo:
¿Qué idioma es ése que suena tan bonito?
El periodista español Javier Reverte, en su crónica de viaje por Grecia y Turquía, cuenta una anécdota similar. Dice que en una isla griega conoció a un tabernero que tenía una particularísima clasificación de los idiomas.
“Cada idioma está hecho para algo. El inglés, para los negocios. A cup of tea, preguntan siempre antes de sentarse a discutir. El alemán es un idioma de guerra, parece que caen divisiones enteras sobre ti cuando les escuchas”.
“Los franceses han creado su lengua para el amor, y ¡ay de aquella mujer que abre sus oídos delante de un francés!, porque al momento tendrá que abrir las piernas”.
“Si quieres hablar de filosofía, aquí está nuestra lengua griega, y no hay otra. Los italianos han creado su idioma para cantar a toda hora, y logran mujeres por el canto, que es la mejor manera de enamorar”.
“Pero cuando un español habla ..., ¡ah, España!, cuando ustedes los españoles hablan, oímos a los ángeles cantar. Su lengua está creada para conversar con Dios. Toda mujer que conoce a un español aspira al matrimonio”.
¿Qué idioma es ése que suena tan bonito? –preguntó la jovencita, rompiendo el silencio de los estudiantes.
--Es español. El señor es de Perú, de América del Sur—respondió la recepcionista muy orgullosa.
Los jóvenes que nos rodeaban estudiaban lenguas extranjeras y de algún modo estaban familiarizados con diversos idiomas, pero jamás habían escuchado un sonido “tan bonito”. Así que nos pidieron que sigamos conversando en voz alta.
La jovencita de veinte años era la más entusiasmada con mi forma de hablar. Hacía preguntas en idioma checo que doña Elizabeth traducía. Conversamos – con traductora de por medio-- casi media hora entre risas y bromas hasta que la recepcionista entendió que debía dejarnos solos.
Aquella noche di mi primera clase de español. Durante dos horas le enseñé a la pequeña Rita algunas palabras del idioma castellano. Y ella abrió para mí las puertas de su tierna sabiduría.
Praga- Lima, Junio del 2001.